En materia ambiental existe una profunda contradicción en la región, dado que, ésta posee una rica biodiversidad, pero hace un uso insostenible de ella. El ritmo de consumo de los recursos naturales y la consiguiente contaminación, superan la capacidad de los ecosistemas para recuperarse.
Lejos de generar mejores condiciones de vida para la población, este comportamiento agudiza los problemas de la pobreza y la exclusión de amplios sectores sociales (PEN CONARE, 2016).
Los impactos ambientales de la minería metálica a los ecosistemas y población, son intensos y dejan consecuencias negativas por generaciones, analizadas desde dos dimensiones: a) en términos biofísicos se producen la deforestación, transformación paisajística, la pérdida de la biodiversidad y fertilidad del suelo, agotamiento y contaminación de fuentes hídricas, formación de drenaje ácido, entre otros efectos; b) a nivel social se pueden desgastar las estructuras locales y fragmentar el tejido social por conflictos y divisiones inducidas, a partir del choque de intereses.
Cuando la conflictividad escala, los niveles de violencia y represión producen el desplazamiento forzado de comunidades. Los Estados de la región tienen la responsabilidad de establecer leyes y mecanismos de control y regulación que garanticen el uso racional y sostenible de los recursos, así como mitigar los impactos de la contaminación y los patrones de consumo que ponen en riesgo la salud de las personas y los ecosistemas (PEN CONARE, 2016).
En esta línea, una responsabilidad del Estado frente a la actividad minera, es el análisis, aprobación y fiscalización de los estudios de impacto ambiental y el cumplimiento de su plan de prevención, mitigación y rehabilitación de sus múltiples efectos.
Desafortunadamente, esta disposición no ha sido cumplida de manera eficiente, por falta de voluntad política, transparencia, limitaciones de recursos y personal calificado que permita un debido seguimiento y control ambiental. Uno de los factores que va cobrando relieve en el análisis de la incipiente o nula fiscalización ambiental frente al extractivismo minero, es el problema de la corrupción.
Gudynas (2017) en sus investigaciones en países suramericanos, utiliza el término de corrupción extractivista, entendida como aquel fenómeno, capaz de organizarse en redes de creciente complejidad, con la participación de muy diversos actores, incluyendo desde líderes locales hasta altos funcionarios de la administración pública, cuyas interacciones descansan en una práctica política clientelar y sobre flujos de dinero, información y poder.
Este tipo corrupción amplifica los efectos de derrame del extractivismo minero: 48 El índice se basa en las normas propuestas por el FMI, en la Guía sobre la transparencia del ingreso proveniente de recursos naturales, así como en la EITI, entre otros estándares de este sector49. El desempeño de Guatemala en el sector minero se compara con los países estudiados en The 2013 Resource Governance Index, elaborado por el Revenue Watch Institute, así como con el desempeño que el país presentó en 2011 para el caso del sector petrolero.
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