• Slide Guatemala - NO DESPUBLICAR
Fotografias por: SANDRA SEBASTIÁN

Mientras la élite presiona a la Corte para que permita la operación de la tercera mina de plata más grande del mundo en San Rafael Las Flores, Nómada viajó a San Miguel Ixtahuacán para ver cómo es la vida en el pueblo en el que la Mina Marlin operó durante 12 años.

1. La ilusión de la riqueza

“Para nosotros, se acabó el sueño color de rosa”, lamenta Andrea Gabriela Rivera, la Gaviota, dueña y mesera de la cantina La Gaviota, un local diminuto de tres mesas y una rocola, que ella misma fundó en San Miguel Ixtahuacán. Durante más doce años, entre 2005 y 2017, este municipio enclavado en el altiplano de San Marcos, a casi 300 kilómetros de la Ciudad de Guatemala, vivió en una burbuja de opulencia. La empresa canadiense Goldcorp llegó, compró terrenos, y empezó a cavar túneles y a aplanar cerros siguiendo las vetas de oro y plata escondidas bajo la tierra.


El parque de San Miguel, bien adoquinado.

El proyecto minero generó una fiera oposición en una parte minoritaria de la población que temía por los daños al medio ambiente. Pero a la vez, el dinero empezó a fluir como nunca antes se había visto por estos lares. Alrededor de 1,400 personas del municipio de 40 mil habitantes encontraron trabajo en la mina, obteniendo sueldos inauditos en este municipio rural en donde el 86% de la población es pobre y el 33% es extremadamente pobre. No hay datos municipales, gubernamentales ni empresariales que demuestren que la pobreza es menor en 2018 que en 2004, antes de que llegara la Mina. Los sueldos, Q5,000 (US$665) para un minero principiante, hasta Q15,000 para operadores de ciertas maquinarias, alimentaron el sueño dorado. En 12 años, la mina entregó el 1.2% de sus ingresos totales a la municipalidad de San Miguel: Q386 millones que se transformaron en un derroche de obra gris y empleos municipales. Fueron años de bonanza: tiendas, almacenes, hoteles, cuartos de alquiler, restaurantes surgieron en cada calle de la cabecera. Los comerciantes de la costa llegaban a la terminal con sus camiones cargados de fruta, y las vendedoras de la vecina San Pedro Sacatepéquez copaban la plaza del mercado con verduras, carnes y longanizas.

La Gaviota, nativa de la quetzalteca Salcajá, supo que en San Miguel había dinero, y, como muchos emprendedores de diversos departamentos, montó su negocio. “Cuando empezó la mina, había 10 cantinas en el pueblo. Con la mina, llegó a haber 75, pero solo 20 estaban registradas”. Los mineros, las bolsas llenas y el cuerpo roto por los turnos de 12 horas bajo tierra, gastaban sin contar en tragos y canciones.

Con las cantinas, llegó también la prostitución y la trata, fenómeno común en los pueblos mineros y antes desconocido en este pueblo mam celoso de sus costumbres. Al principio, la gente del pueblo se opuso a la llegada de los prostíbulos. Hubo incluso un intento, liderado por un grupo de mujeres, para expulsarlas del pueblo. Pero cuando los grupos de poder local, los mismos que se unieron a Goldcorp para cubrir el municipio de obra gris, abrieron sus bares con prostitutas, ya nadie se les puso en frente.

2. El día que se acabó el oro

Después de 12 años de extraer 63.2 toneladas de oro y ganar cerca de Q33 mil millones (US$4.4 mil millones), el 31 de mayo de 2017, la mina Marlin dejó de extraer minerales. Agotadas las vetas, despidió a la mayoría de su fuerza laboral e inició su fase de cierre. Para la economía de San Miguel Ixtahuacán, fue un golpe brutal. Todo se vino abajo: los mineros dejaron de comprar, los mercaderes dejaron de vender, los hoteles, restaurantes y casas de alquiler quedaron desiertos. Yo hacía Q10 mil o Q15 mil semanal”, recuerda la Gaviota. “Ahora ingreso entre Q400 y Q700”.

La cantina La Gaviota.

“Si antes vendía 100, hoy vendo 25”, dice por su parte Valerio Hernández, dueño de la tienda Her-Me. “Yo tenía 8 empleados. Ahora ya ninguno.” Hernández cerró el comedor que tenía por falta de clientes. En las habitaciones que construyó para alquilar a los trabajadores de fuera en el segundo piso de su tienda ya solo habitan las arañas.

El hotel y restaurant El Buen Amigo también añora los tiempos del boom minero, cuando había que reservar con 20 días de antelación para obtener una habitación. Hoy, de las 21 que tiene nunca se ocupan más de tres. El menú del restaurant también es una recuerdo del ayer: 10 páginas en el que no faltan los lingüinis de camarón y las carnes importadas. Por curiosidad, pido la langosta Thermidor (langosta partida a la mitad, con queso gratinado y rellena de jamón y champiñones). La mesera me responde que hay que pedirla con 20 días de antelación.

Todos los habitantes entrevistados, el de la tienda “el mundo de colores”, el vendedor de trajes típicos, el taxista que lucha por tres carreras al día, el alcalde, el jefe de la agencia Acredicom, una cooperativa de crédito, cuentan la misma historia de descalabro económico, el mismo arco que va de la pobreza a la riqueza y luego de la riqueza a la pobreza de siempre.

David Bravo, exminero, trabaja ahora de taxista. Casi no tiene clientes.

La Gaviota, cansada de “centavear” vendiendo tragos de aguardiente de a dos quetzales, piensa irse del pueblo a fin de año. Como ella, casi todos los comerciantes que vinieron de fuera ya se despidieron del pueblo. Incluso la mayoría de los prostíbulos cerraron o volvieron a ser simples cantinas.

Como en el cuento de La Cenicienta, sonaron las doce en punto en San Miguel Ixtahuacán, y la carroza dorada, los corceles, el vestido de princesa y los zapatitos de cristal se esfumaron en un instante como un espejismo soñado.

San Miguel ilustra en micro, lo que los economistas llaman la maldición de los recursos en los países en donde no se administran bien ni tienen contrapesos institucionales estatales: la dependencia de los países o regiones en la explotación de recursos no renovables, genera desigualdad, corrupción y bruscos vaivenes en el nivel de vida de las personas, a la vez que impide el desarrollo de una economía diversificada.

Aquí, un video sobre que podría incluir a San Miguel Ixtahuacán como un ejemplo de la maldición de los recursos naturales cuando no se administran bien ni con contrapesos:

3. De mineros a migrantes

San Miguel Ixtahuacán luce, un año después de la partida de la Minera y ya sin oro bajo sus pies, tiene una apariencia de opulencia para el Altiplano guatemalteco, con calles adoquinadas, una gran cantidad de polideportivos, pero con vecinos otra vez sin dinero.

Una de las consecuencias más espectaculares del cierre de la mina es la migración masiva de los extrabajadores de Marlin hacia Estados Unidos. No hay cifras exactas sobre cuantos se fueron pero los cálculos van desde el 20% de Baudilio González, un extrabajador de la mina, hasta el 70% del alcalde Ramiro Soto. En todo caso, una proporción de trabajadores prefirieron los peligros de la migración antes que volver a la vida de antes de la mina: cultivos de subsistencia en una tierra cada año más seca, migración temporal a las fincas cafetaleras y cañeras.

Tampoco hay cifras que indiquen cuantos lograron pasar, cuantos fueron deportados y cuantos siguen en las cárceles estadounidenses o desaparecidos en el camino. Michael Villatoro es de los que no tuvieron fortuna. 22 años, delgado y pelo engominado hacia atrás, Michael habla con tristeza contenida de su sueño roto. Trabajó un año y dos meses en la mina subterránea cambiando tuberías de agua, aire y drenajes, llevando mangas de ventilación hasta los frentes mineros. Trabajo duro, peligroso, pero un sueldo “bonito”: Q 4,000 mensuales más una bonificación de Q1,000 a medio mes. En San Miguel antes de la mina, solo un licenciado podría presumir de un sueldo así.


Michel Alvarado, exminero y trabajador municipal.

Al cierre de la mina, obtuvo Q40 mil de indemnización. Puso otros Q20 mil de sus ahorros, y con eso pagó su viaje al Norte a un coyote local. Salió con un grupo de quince ex trabajadores de Marlin. Tras un viaje extenuante hasta la frontera norte de México, a cada uno le dieron una mochila con ocho botellas de agua y comida, y se lanzaron al desierto. Después de tres días de marcha, el guía no pudo caminar más y prefirió entregarse a la patrulla fronteriza junto a sus “pollos”.

Al ser deportado, por lo menos, gracias a su grado de perito en administrador de empresas, encontró trabajo en la Muni, recibiendo los cobros de ornato y servicios municipales y cobrando sueldo mínimo. “Me hubiera gustado pasar. Se sufre allá, pero se gana siete veces más que aquí. Yo sé que mi trabajo de aquí es temporal y que a cada cambio de gobierno sacan a todas las personas para meter nuevas”, dice. Fuera de eso, no ve ninguna otra opción en el pueblo para emplearse.

Cada minero que sale para el Norte es, en cierta forma, transmite un mensaje: después de la mina, no hay vida en San Miguel Ixtahuacán. Con estudios o sin estudios, con aptitudes o sin ellas, no hay lugar para los jóvenes en un pueblo anémico y deprimido al cabo de doce años de minería.

4. Una muni quebrada, un hospital fantasma

El único lugar donde se habla de una economía fuerte, sostenible, capaz de valerse por sí misma a pesar del cierre de la mina, es el los videos promocionales de Goldcorp. “El cierre de la mina es solo la transición entre la fase de producción y el futuro”, dice en uno de estos Chris Cormier, ejecutivo de la transnacional.

En sus infomerciales, Goldcorp promovía sin descanso los talleres de capacitación para su personal y los habitantes de la zona: talleres de crianza de cerdos, taller de cultivo de hongos, taller de fabricación de candelas y jabones, taller de bordado de fajas, taller de emprendedeurismo. Eduardo Calderón, director de la Fundación Sierra Madre, brazo social de Goldcorp, garantizaba que las destrezas y conocimientos adquiridos permitirían que los habitantes de la zona fueran “autosostenibles en sus comunidades, para ellos y sus familias”. Aseguraba que, gracias a los proyectos productivos de la mina, muchos habitantes se habían convertido en empresarios de éxito.


El quirófano del hospital.

Alfredo Gálvez Sinibaldi, exviceministro de Energía de Alejandro Maldonado (2015) y gerente general de Montana Exploradora, la empresa subsidiaria de Goldcorp, parece contradecir la imagen optimista de los videos de su empresa.

– Se dijo mucho que la mina era desarrollo sostenible. ¿Mantienen esa visión?
– La mina fue un motor de desarrollo. Las minas por su naturaleza tienen un tiempo de vida. No se puede hablar de una economía sustentable a partir de un proyecto con recursos finitos. Sin embargo lo que sí se hace es promover otras acciones para ayudar a la sostenibilidad de la población. (Gálvez detalla los programas de educación, salud y productividad financiados por Goldcorp.)

– Pero lo que se ve es una profunda crisis económica en el pueblo a raíz de la salida de Marlin.
– Por supuesto, era la única fuente de trabajo. La mina le daba trabajo a más de 700 personas y a una fuerza igual de subcontratistas. La cadena de comercio era bastante larga. Y ahora, la cadena se resiente.

– ¿Y eso no pone en entredicho la idea misma de desarrollo sostenible?
– La cadena se rompió. Lo que faltó fue darle continuidad a las operaciones de la empresa. La empresa tenía la intención de seguir trabajando en la zona, sin embargo, la presencia de oenegés propiciando la conflictividad hace que las condiciones no sean propias.

Gálvez aclara de inmediato que Marlin se detuvo por el agotamiento de los minerales y no por las oenegés. Si bien Goldcorp planeaba nuevos proyectos mineros, la “conflictividad social” y las “políticas del gobierno”, los obligan a marcharse del país una vez terminada la fase de cierre.

El caso de San Miguel, ilustra lo difícil, o quizás imposible, que es aprovechar un boom minero en Guatemala para fomentar una actividad más orgánica y de largo plazo.

Baudilio González, ex trabajador de la mina que ahora lidera un grupo de protesta en contra de su antiguo empleador, niega el valor de los proyectos productivos de Marlin. “Esos talleres eran solo para la foto, solo para apantallar. A cambio del oro y la plata, nos vinieron a ofrecer esos proyectos, pero era solo para manipularnos y tenernos tranquilos. Lo cierto es que no le han beneficiado a nadie”.

Muy pocos fueron los que lograron invertir de forma productiva sus ahorros. La mayoría del dinero de la mina se fue en consumo, construcción de casas, o quedó en mano de los coyotes. “La gente no estaba acostumbrada a administrar sumas de dinero que nunca habían visto. Una minoría invirtió en educación para sus hijos pero la mayoría no sabe para dónde fue ese dinero”, dice el exminero. Lo mismo opina Ramiro Soto, el alcalde de San Miguel desde 2016: “Cuando estaba la mina en su apogeo, todo el mundo estaba malgastando su dinero, dándose el gusto, comiendo bien, pero se fue a mina y todos a llorar.”

Anselmo Bravo, jefe de la agencia Acredicom, una cooperativa de crédito de San Marcos, discrepa: la mayoría de los mineros sí ahorró parte de sus ingresos. Pero, tras un año sin empleo, los ahorros van menguando. Pocos son, explica, los que invirtieron de forma productiva. Y los que sí lo hicieron, comprando camiones o montando talleres mecánicos, lo hicieron fuera de San Miguel, en lugares en donde la actividad económica sí es constante.


Ramiro Soto, alcalde.

Lo mismo pasó con la municipalidad. Para Ramiro Soto, electo en 2015 cuando el apoyo financiero de la mina ya iba menguando, los gobiernos municipales anteriores nunca se ocuparon de preparar un futuro sin mina. La municipalidad atraviesa una crisis sin precedentes: el cierre de Marlin le ha supuesto una pérdida de Q30 millones a Q40 millones anuales. El alcalde ha tenido que despedir a 125 empleados municipales. A los demás, les ha reducido el sueldo al mínimo legal. “Es una situación difícil para nosotros. Nuestros ingresos propios son muy bajos. Buscamos que la gente se ponga al día con pago de agua potable, basura, drenaje, los servicios públicos. Pero la gente se acostumbró a que todo era regalado y no quiere pagar.”

5. Las inversiones que trajo la Mina, algunas buenas y otras no tanto

Los 12 años de ingresos se transformaron en un derroche de obra gris que alimentó las sospechas de enriquecimiento ilícito de los grupos vinculados con la municipalidad.

No obstante, muchos proyectos sí mejoraron durablemente la vida de los vecinos: escuelas, biblioteca municipal, carreteras asfaltadas. Se pudo constatar que todas las casas de las comunidades aledañas a la mina tienen ahora agua entubada gracias a la mina.

La biblioteca del pueblo tiene recuerdos de la mina.

Pero incluso las buenas obras se topan con la nueva realidad económica. Durante años la mina y la muni pagaban el sueldo de 90 maestros en el municipio. El año que viene, la muni solo podrá contratar a 30. Si el Ministerio de Educación no apoya al municipio, algunas de las vistosas escuelas nuevas verán diezmados a sus docentes. Los proyectos para atender la desnutrición crónica que sigue afectando a la mitad de los niños miguelenses están al borde del colapso. No se ve tampoco cómo la municipalidad podrá darle mantenimiento a las flamantes instalaciones deportivas, entre las cuales un estadio monumental con grama artificial inaugurado en el 2017.

No hay mejor ilustración de las paradojas de este desarrollo insostenible que el Centro de Atención Permanente de San Miguel inaugurado en 2011. Este complejo médico fue la joya de la corona de la responsabilidad empresarial de la mina.

Construido en las afueras del pueblo, contaba con todo lo que puede soñar un médico en una zona rural: laboratorio, rayos X, ambulancias, dos quirófanos, salas de encamamiento, autoclaves para esterilizar materiales. Había incluso un coqueto jardín con ranchos de palma para que los pacientes se relajaran con sus familiares, una cocina para alimentar a 100 personas y un pequeño huerto de hierbas medicinales.

Mejor aún, el centro contaba con varios especialistas: odontólogo, pediatra, ginecólogo, generalistas. En jornadas especiales, venían cirujanos de otros departamentos, o incluso del extranjero, para realizar operaciones.

Pero la excelencia médica también tenía fecha límite.

La municipalidad, la mina y el Ministerio de Salud habían firmado un convenio en el 2011 que estipulaba que al cabo de cuatro años, el personal médico pagado por Goldcorp sería absorbido por el Ministerio. Lo cual, naturalmente, nunca ocurrió. A partir del 2015, con suma tristeza, el doctor Milton Cass Ramos, coordinador municipal de salud, vio cómo se desmoronaba todo lo construido.


El hospital fantasma.

El laboratorio se quedó sin reactivos, se terminaron las placas para rayos X, los especialistas se fueron, los quirófanos, la clínica odontológicas, las áreas de encamamiento fueron cerradas con llave. La ambulancia aún corre porque el personal pone de su propio dinero para mantenerla. “Hay días en que me gustaría donar todo ese equipo al hospital nacional”, se duele Cass. “No puedo hacerlo, claro, porque pertenece a este centro, pero me da pena no poder darle uso”. Ahora, el centro de salud funciona como el resto del sistema de salud del país: con escasez de personal, de presupuesto, de medicamentos. Vive por el esfuerzo de un personal médico y paramédico que a cambio, recibe sueldos de hambre.

6. Sacerdote: La debacle fue moral

De la casa parroquial de la iglesia de San Miguel, aparece una figura quijotesca: alto, enjuto, encorvado por los años de prédica en todas las comunidades del municipio, el padre Eric Gruloos. El sacerdote llegó desde Bélgica a San Miguel hace 33 años, cuando ninguna calle estaba adoquinada, y apenas circulaban cinco carros. Ha visto de cerca los cambios generados por la minería, a la cual se ha opuesto desde el principio.

Ha visto como las cantinas florecieron. “Hay mucha gente que no han recuperado de los daños por la cantina”. También el consumo de comida chatarra se disparó en el pueblo. Pero para el sacerdote, hay un daño moral mucho más profundo relacionado con la minería: “La gente tenía un sentido comunitario. Con dinero han torcido la mente de la gente y se ha puesto más egoísta”.

Según el religioso, las relaciones entre personas han cambiado. El sentimiento de haber sido engañados por la mina, los altos sueldos recibidos durante años, y el hecho de que Goldcorp solía resolver sus problemas sacando la billetera –sin ninguna mediación o contrapeso estatal–, han convertido en costumbre darle más valor al dinero que a las buenas relaciones entre vecinos.

“En todos lados están pidiendo dinero y más dinero. Dinero por permisos de paso por el agua por ejemplo”. El agua que viene de los cerros, tiene que pasar por terrenos privados, cuyos dueños, explica el padre Eric, ahora exigen sumas astronómicas por el derecho de paso, o por el acceso para reparar una avería. “Antes todo era libre. Ahora por cualquier cosa exigen dinero.”

Esta visión es compartida por Maudilia López, religiosa católica y una de las más constantes opositoras de la empresa minera a través del Frente de Defensa Miguelense que dirigió por unos años.


Maudilia López.

Antes la gente le daba más valor a la convivencia. Por la mina, la gente quedó ambiciosa con el dinero. Ahora, hacer un favor es pagado. Si hay una enfermedad, o si hay un muerto, y hay que hacer el nixtamal, se ve que no hay mucha presencia. Quedó ese gusto por el dinero. Allí se pierde el sentido de la vida. Es la consecuencia de la mina, aunque diga que vino a hacer desarrollo”, lamenta Maudilia López.

Se preocupa también por el legado ambiental de la mina. Ahora que el dinero dejó de fluir, los habitantes de San Miguel, incluso los mineros, van notando las consecuencias: las casas rajadas, los nacimientos secos, las enfermedades. “Los trabajadores que estuvieron en el túnel van a sufrir las consecuencias por los metales pesados que absorbieron”, sostiene.


La entrada oficial a la Mina Marlin.

“La mina llegó de la nada y se fue para la nada”, comenta el ex minero Baudilio González. Para el pueblo, solo queda añorar esos tiempos de vacas gordas. ¿Y los sueños de desarrollo, empleo y prosperidad sin fin? Migraron hacia un pueblo lejano llamado San Rafael Las Flores.

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