Esclavitud. Si bien la palabra parece sacada del siglo pasado, en Venezuela es una realidad. Al sur del país, en tres municipios del estado Bolívar los mineros viven en condiciones esclavizantes y sus dueños son las bandas criminales que dominan el sector aurífero.
El investigador y sociólogo Andrés Antillano, miembro de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (Reacin), estuvo un año estudiando el fenómeno y este 26 de octubre presentó los resultados.
“Hay una relación entre el aumento de la rentabilidad de la extracción del oro y la violencia”, fue una de las hipótesis de Antillano que se comprobaron a lo largo de su estudio. Esto fue demostrado tras relacionarlo con las cifras de muertes por arma de fuego que suministra el Ministerio de Salud, entre 2001 y 2013, en los 11 municipios del estado Bolívar.
El investigador pudo observar que en los municipios El Callao, Sifontes y Roscio el índice era más elevado que los municipios metropolitanos de Bolívar. Las tres zonas en las que se enfocó el estudio son aquellas donde precisamente hay mayor presencia de la pequeña minería, ejercida por hombres que, de forma artesanal o con poca industrialización, extraen las onzas del suelo.
Destacó que este oficio resulta altamente trabajoso, requiere de mucho esfuerzo físico e incluso expone al que lo practica a enfermedades que, sin tratamiento, pueden ser mortales. Sin embargo, para los pequeños mineros la ganancia apenas llega al 10% del total que extraen del suelo, aunque este sector mueve al menos 20 toneladas de oro al año.
No conforme con esto, los mineros deben ajustarse a la normativa del liderazgo que rija la mina donde laboran. Si bien antes de 2010 esta autoridad pasaba por las grandes empresas mineras, luego de esa fecha son las bandas criminales las que se apoderaron del espacio, amén de la salida de estas compañías.
“Descubrimos que no es el minero el que causa la violencia en estas zonas, sino las mafias, los llamados sindicatos. Estos en su mayoría están conformados por personas que jamás han extraído oro con sus manos. Llegan a la mina y despojan al minero. Es una relación de dominación, de esclavitud y es justamente en ese momento en el que se produce la violencia”, manifestó Antillano.
Agrega que estas bandas criminales son las que cobran la extorsión al minero, quien debe pagarles por trabajar en la mina en la que se establecieron los grupos armados, que les “garantizan seguridad“, establecen sanciones a los infractores y también exigen dinero a comerciantes y molineros del sector.
“Ante la baja del valor del petróleo, la minería se convirtió en un sector económico muy rentable. Se vio un desplazamiento de la ciudad hacia las minas”, aseguró Antillano. “Si bien el minero no obtiene una ganancia recíproca a su desgaste físico por el trabajo, en volumen la minería genera altas ganancias para quien controle un yacimiento. Pero este control no es del Estado, sino de los grupos criminales”, continuó.
El ciclo violento de las armas
La presentación de los resultados de la investigación de Antillano fueron parte del foro “Hacia la Construcción de una Agenda para la Reducción de la Violencia Letal”, organizado por Reacin y que tuvo lugar en la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab).
Verónica Zubillaga, también socióloga y directora de Reacin, expuso cómo la presencia de las armas en la cotidianidad venezolana ha marcado pauta en el incremento de los homicidios. Explicó que desde el discurso político, las armas aparecen como un elemento pacificador y recordó cuando el fallecido presidente Hugo Chávez enunció las palabras “revolución armada y pacífica”.
Luego, en la gestión de Nicolás Maduro como mandatario nacional, también se le da importancia a las armas: “lo que no se puede lograr con los votos, se logrará con las armas”.
Esto ha permeado en la sociedad y para los jóvenes, un arma puede ser un elemento lúdico. “Quieren salir a disparar. Lo que genera más violencia”, dijo Zubillaga.
Por esta razón, Reacin se ha planteado como foco exigir al Estado que tenga una política de control de armas como reducción de importación de revólveres y pistolas, normalizar y controlar las armas oficiales y de civiles, reducción de la producción de armas por parte de Cavim y el marcaje de municiones.
Sociedad de luto
Otro miembro de Reacin que pudo mostrar parte de su trabajo como investigador fue el psicólogo Francisco Sánchez, quien ha hecho seguimiento al duelo que genera la pérdida de un hijo en las madres caraqueñas.
Parte de sus hallazgos es que una política de Estado tiene influencia en la vida privada de las personas, en la medida en la que esta vulnera sus derechos. Tal es el caso de la Operación Liberación y Protección al Pueblo (OLP), medida de seguridad represiva iniciada en 2015 y que fue catalogada por defensores de derechos humanos como una razzia policial.
Parte de las entrevistadas por el psicólogo precisamente fueron madres que vieron cómo funcionarios de cuerpos de seguridad del Estado mataron a sus hijos. Las mujeres mostraron cambios físicos como pérdida de peso y cambios en su percepción del entorno: perdieron la confianza en el otro.
Aunque algunos de los casos trabajados por Sánchez datan de hace 10 años, las madres de las víctimas aún padecen el dolor de la pérdida, que en la mayoría fueron de hijos varones. También se encontró con que algunas incluso llegan a culpabilizarse por el homicidio, aunque el responsable es el Estado. “Fue mi culpa por criar una hija dulce y alegre, debí criarla desconfiada”, dice una mujer cuya descendiente fue torturada y asesinada.
Una vez que estas mujeres deciden buscar que el sistema de justicia dé con el culpable del asesinato de su ser querido, se topan con lo que el sociólogo denominó “realidad institucional”. “Algunas de ellas descubren que el cuerpo enterrado de su hijo no corresponde al de él, otras ven cómo en todos los casos las víctimas son desnudadas. Se encuentran con incongruencias en las actas policiales como que disparó con la mano derecha, pero era zurdo. Esto las hace desconfiar aún más”, manifestó el especialista.
Sin embargo, hay mujeres que pasan por este trauma y una vez que entienden que su problema no es exclusivo de ellas, sino que hay más madres en su misma situación, deciden luchar por esa justicia. “En promedio, estas luchas duran cinco años para obtener una respuesta del sistema judicial, ni siquiera es que se llega al culpable”, advirtió Sánchez.
Aseguró que para que esta pelea sea efectiva, debe ir acompañada de la exigencia al Estado de garantizar la vida a los ciudadanos, pues se trata de un problema estructural como la proliferación de armas y el retardo procesal.
Publicado en Efecto Cocuyo
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